Horacio y Confucio (el chinojaponés que inventó la confusión)
Pero el pueblo es el que paga. Se confunde, se atora en los tráficos, se pierde en las avenidas, se vuelve completamente loca.
Y no fue hasta hace unos días mientras caminaba, digo no caminaba, mis siervos caminaban cargándome en una carretilla que me heredó uno de los últimos Césares, que pasamos por una montaña de esqueletos, todos frente a una casa. Eran calaveras con gorrita, camisas azules de manga corta y carteras de piel, la mayoría de ellas ya sin cartas, había unos cuantos cacharros de motocicletas y unos buitres desgarrando los últimos rastros de carne que permanecían a los huesos de los carteros extintos.
Apresurando conclusiones, se trataba de un asesino serial, que no sentía mucha simpatía por los carteros. Pero estaba equivocado, pues mientras estábamos analizando la escena, llegó otro mensajero, parecía que iba a entregar algo a esta misteriosa casa. Revisaba una y otra vez la dirección, en su orden de entrega y en el número de la casa. Estaba tan confuso que empezó a perder la razón, al grado que uno de mis siervos tuvo que dispararle un dardo tranquilizante (que estaba destinado a un tigre de bengala, porque yo quería una nueva pijama de tigre), y llevarlo a un hospital.
El misterio fue resuelto. Nunca se pusieron de acuerdo con el número, y en sus conciencias quedarán todas esas vidas de mensajeros caídos en el cumplimiento de su labor.
A la fecha sigue inconcluso cuál de los números fue primero. Tal vez forme parte de los misterios urbanos como las chupadas que hay que dar para llegar al chiclocentro de la Tucsi.
Por cierto, regresé al castillo sin mi piel de tigre, sacrifiqué a mi sirviente.
Gracias por leer
PAZ